Ni siquiera sé por qué lo hizo.
Aunque sé que mis emociones con respecto a ella no me dejaban ver cómo era realmente... No, en realidad, nunca, jamás se mostró tal cual era conmigo. Se cuidó muy mucho. Como una pantera negra esquivando la luz de la luna en la oscuridad de un bosque por la noche cuando da caza a su presa.
Y yo, ilusa de mí, después de tantos años conociéndola, creí que no me daría un zarpazo por la espalda.
Es curioso, uno piensa que años de cercanía y amistad significan confianza.
O tal vez las peores sombras esperan a que ese lazo se forje para dar un buen zarpazo.
Pero la realidad es que sé lo que hizo saltar por los aires ese vínculo que teníamos: celos.
Unos celos atroces y enfermizos que ni siquiera una pareja mostraría.
Cuando le demostré que había alguien a quien quería más que a ella, a pesar de que mi lealtad, mi amistad por ella jamás se vería afectada por ese vínculo, y eso era un hecho que había demostrado infinitas veces (¿quién no mantiene sus vínculos con sus mejores amigas a pesar de querer a un hombre?), me clavó la puñalada más trapera que he conocido jamás.
Y he conocido muchas, lo crean o no.
Tal vez he de dar gracias de haber conocido en el pasado a cierta ninfa que me hizo sangrar de formas indecibles para que en ese preciso momento no le demostrase mi dolor. Sé a ciencia cierta que mi forma de ser es muy extremista, pero aquella reacción, a día de hoy, sé que fue demasiado fría incluso para mí.
Para mí no hay mecanismo de defensa que oculte mis sentimientos cuando me hieren.
Y en aquella ocasión, mientras la escuchaba escupir los insultos más hirientes contra las personas que más quería (que, al ser mi mejor amiga, sabía quiénes eran y cómo atestar la puñalada, créanme), no me revolví como un depredador herido para devolverle el golpe, como habría sido habitual.
No.
Callé y escuché hasta que ella escupió todo el veneno que tenía dentro sobre mis seres queridos.
TODOS.
Y mientras lo hacía, vi a alguien solo. No herido, sino ofendido porque yo no la adoraba como si fuera una diosa.
Como si ella se lo mereciera.
Y entonces vinieron a mi mente ciertas advertencias de aquella gente que estaba poniendo a parir y que, a diferencia de ella, sí me querían, y no de un modo enfermizo como ella.
Pero no fue algo racional, lo admito.
Yo nunca lo he sido.
De un modo instintivo, supe que lo que ella quería era sangre o sumisión.
Y no le dí ninguna de las dos cosas.
Ni siquiera recuerdo cómo me largué de allí, probablemente en silencio y como si no hubiese pasado nada mientras ella pensaba que se había salido con la suya.
Pero el hecho es que nunca volvió a saber de mí.
Lo que sí recuerdo son todas las frases de nuestros amigos comunes que la ponían en un altar por su bondad y su altruismo cuando delante de mí tenía la prueba de que era la víbora más venenosa de todas.
Ella no es de las que se manchan las manos.
Es de las que lanzan la piedra y esconden la mano.
De las que ponen cara de ángel y dejan que culpen a los demás después de haber envenenado la mente de todos los que están a su alrededor.
Que no conservase ni una sola amiga de la infancia, instituto o facultad me debería haber dejado alguna pista, pero, ¿quién iba a imaginárselo después de conocerla durante casi diez años?
Exactamente eso era lo que había hecho conmigo durante los años que llevábamos juntas: dejarme actuar con mi carácter impetuoso y dejar que yo cargase con la fama de borde (algo que jamás me ha molestado), mientras ella se llevaba la parte de mimosa y sumisa...
Ya.
Bueno.
No voy a culparla por la infancia que tuvo del mismo modo que no voy a usarlo de atenuante. Sé muy bien que el odio porque se cree invisible en su familia le lleva a envenenar todo lo que la rodea. Pero después de presenciar su hogar, de conocer a sus padres, empiezo a pensar que el angelito se convirtió en demonio, que se parece peligrosamente a cierta bruja que tengo que aguantar muy de cerca, pero con un veneno infinitamente más letal.
Me desentendí y supongo que ella, en su orgullo, dio por sentado que volvería arrastrándome a ella.
Ni en sus mejores sueños.
La realidad a día de hoy es que, a pesar de mi carácter directo, a pesar de que yo fui quien se llevó los conflictos que ella me endosaba, la gente sigue preguntándole por mí cinco años después cuando sale.
Lo que ni por asomo me esperaba es que se doblegase para dejarme caer que deberíamos quedar.
Por supuesto, ella no ha dicho nada más.
Que el infierno se congele antes de que admita sus propios pecados.
Yo, desde luego, tenía muy claro que tenderme esa mano, o era para darme otra puñalada por la espalda, o era otro modo de quedar bien. O sencillamente no tenía a nadie con la que continuar su modo de vida. De cualquier modo, cuando le contesté aquel manido "sí, sí, claro. Ya dirás cuando" y ella no contestó, quedó claro que no iba a suceder.
No sin que yo pidiera su sangre.
Y ella lo sabía.
Porque, aunque no lo sepa a ciencia cierta, la conozco tan bien como ella a mí cuando me destripó verbalmente a todos mis seres queridos delante de mí.
Sé que ha seguido malmetiendo.
Sino, mis amigas me habrían seguido llamando.
Y mis amigos.
Y sé, intuyo, que ha ido más allá.
Y ella no tiene ni puta idea, pero mi ira, cuando se me provoca, de verdad, cuando alguien me declara la guerra de una forma tan brutal, tan insidiosa, cuando me hace perderlo todo...
Oh, no.
No es una ira visceral.
Porque, de un modo sistemático y visceral, en el momento en que tocó a ciertas personas, en cuanto me demostró "cuánto le importaba yo" de verdad, dejó de importarme ella. Y entonces, cuando no me importa mi enemigo, entonces sí soy fría.
Jodidamente mala.
Y, sobre todo, paciente.
No rencorosa, sino que siempre he pensado que lo que una vez me dijo ella era muy cierto: "para vengarte sólo tienes que sentarte y esperar". Un arte que, con su ácida discordia logró muy bien hacerse con una imagen de niña buena.
Lástima que yo no lo sea.
Y a veces es verdad: sólo tienes que sentarte a esperar cinco años y verás a tus enemigos arrastrarte hasta ti.
Bueno, enemigo es darle demasiada importancia.
A estas alturas es sólo un mosquito que se ha estrellado en el parabrisas del Opel Corsa que, joder, aún se me resiste. Quiero más al Opel Corsa que a ella. Simplemente me hace gracia que ahora, cinco años después, me deje caer depende qué cosas sin corregir su actitud altanera porque no tiene a nadie con quien salir cuando sé perfectamente la estrategia que sigue cuando lo hace. Sencillamente deseo que no tenga descendencia.
Las víboras no deberían hacerlo.
¿En qué puto momento la vi como mi angelito? Hay que joderse. ¿Cómo no le olí el azufre ni le vi los cuernos?
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